martes , 23 septiembre 2025
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Crónicas de un jugador (1): Damas y botellas

Historia personal y humorística de cómo el autor llegó a ser un jugador de juegos de mesa.

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Niños jugando a la botella

Debo ser muy mayor porque recuerdo esa época en que los niños no teníamos ordenador, consola, smartphone ni tablet. Esa época de mi niñez en que la tecnología era para mí la televisión, la cámara de Super 8 y los coches teledirigidos con cable. 

Lo normal para los niños de mi edad era jugar haciendo el bruto: pegarnos, correr, molestar a los mayores, sacarles motes a los profes o pensar en la próxima trastada que superara a las de los demás. A veces, también era un niño bueno y jugaba a cosas más pacíficas como el escondite, a policías y ladrones (bueno, esto no era pacífico pero disparábamos con los dedos de la mano), al fútbol, al monopatín y a algo raro para nuestra incansable energía, un divertimento en el que estábamos sentados: los juegos de mesa.

Horas y horas jugando al Monopoly, Cluedo, las cartas de Familias y cosas por el estilo. Lo más de lo más eran los Juegos Reunidos Geyper dónde venían varios juegos de mesa reunidos (de ahí el nombre tan original) en una super caja. De entre ellos, recuerdo con cariño el juego de las Damas que mi padre me enseñó y al que habitualmente me ganaba.

Las Damas

A mí siempre me han gustado las Damas, las del tablero y las otras que tienen más curvas. Del juego de tablero me resultaba fascinante que no hubiera azar (no como el caprichoso dadito de la Oca o del Parchís, que siempre hacía lo que le daba la real gana), aquí lo importante era lo bien o mal que jugabas la partida. ¡Las Damas sí que eran un gran juego!: un tablero, doce fichas redondas por jugador y pura estrategia con su infinidad de trucos, trampas, “te la soplo”, “me como dos”, «ahora tengo una dama y te vas a enterar», etc. Con mi afición a las Damas y la habilidad aprendida a base de derrotas contra mi progenitor, creía que estaba ante uno de los mejores juegos que podían existir en el mundo.

El Ajedrez

Fue en uno de esos veranos infantiles cuando descubrí algo mejor. Dos chicos jugando en el mismo tablero dónde yo jugaba a las Damas a otra cosa más extraña. Un montón de piezas de distintos tipos, nombres y tamaños, un lío de movimientos y reglas que, desde el primer momento llamaron mi atención. Mis preguntas eran explicadas con respuestas a cada cual más rara: el Rey es el que más vale pero parece paralítico y no se mueve casi, la Reina no veas como se mueve porque corre como loca por todo el tablero, el Caballo da saltitos que yo no entendía, el Alfil es tan caprichoso que va por las diagonales pero hay uno que va por las blancas y otro que va por las negras, la Torre es fuerte aunque está encerrada en las esquinas y tarda mucho en salir a pasear, los Peones tan chiquitajos ellos y tan limitaditos en movimientos aunque si llegan hasta el final se convierten en Reinas, hay que dar jaque al Rey y si le das jaque mate ganas, también se puede empatar y se llama tablas, hay que pensar bastante antes de jugar, hay que no caer en las trampas del rival, hay de todo, no preguntes más que estamos jugando…..

¡Guau!, ¡vaya pasada de juego! Me dijeron que se llamaba Ajedrez y a mí me fascinaba mirar como jugaban aunque no me enteraba de casi nada. Un amigo mío tuvo que explicarme las reglas varias veces antes de la primera partida que me ganó con algo que él llamaba el “Jaque Pastor». Maldije al pastor, odié a Pedro (el amigo de Heidi) que era el único pastor de ficción que conocía y me dije que a pesar de mi rápida derrota, ese juego tenía algo especial que me atraía más que mis amadas Damas (las de tablero, ya sabéis). Agradezco infinitamente a mi amigo que me enseñara a jugar al ajedrez.

En realidad, ese verano de mediados de los años 70 y antes de cumplir los 10 años de edad, aprendí tres cosas importantes y las tres las aprendí mal: jugar al ajedrez con las reglas con las que jugábamos los niños, nadar fatal sin que nadie me diera lecciones para hacerlo mejor, y besar a las chicas. Lo primero fue como lo he contado (atracción por el ajedrez desde que vi como jugaban una partida), lo segundo porque me caí en la piscina de mis tíos y si no me saca un niño mayor, acabo ahogado, y lo tercero con otro bonito “juego” que se llamaba la Botella.

La Botella

Los chicos y chicas de mi edad nos sentábamos en círculo en el suelo y por turnos hacíamos rodar una botella. El que había hecho rodar la botella, al que esta apuntaba, si era del sexo contrario, podía darle un beso en todos los morros y si era del mismo sexo, pues allá tú te apañaras. Bonitos primeros besos aunque fueran dados rodeados del público que formaban el resto de mis amigos con esa típica frase de «¡a fulano le gusta fulana!». Me daba igual, alguno de esos besos valían la pena y yo pasaba de las risas y gritos de mis compañeros. Este era un juego de azar pero mira por dónde, sí que me gustaba. En fin, dejaré los inicios del sexo y seguiré con el ajedrez aunque eso ya será en el siguiente capítulo.

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Written by
Alonso Expósito

Aficionado a los juegos de mesa y socio de Mecatol Rex. Me gusta jugar y me gusta escribir, lo que creo que es una combinación perfecta para ser parte de El Miskatónico, Aportaré versatilidad y al no tener ningún canal de juegos ni ser creador de contenido, lo hago sin influencias externas ni ningún tipo de intereses comerciales aunque tampoco prometo objetividad. xalons67@gmail.com

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